CAPITULO CINCO La ocurrencia de la entrevista surgió –debo admitir- como alternativa a mi casi convencimiento de que no tengo el felling para escribir algo más que no sean notas informativas, crónicas y reportajes. Y lo que he escrito y acumulado de eso que llamo relatos –según yo literarios, que me he atrevido a publicar en mi blog-, es solo vanidad. Y la elección del Diablo, también confieso, fue con el propósito de que la entrevista resulte única, original y de interés para todos los creyentes y no creyentes de todas las religiones porque ¿para quién es desconocido el Diablo? -Según yo, para nadie-. Sin embargo, a esto que podría considerar mi autojustificación, agrego otro motivo. Uno que yace muy en el fondo de mí y que emergió del subconsciente a partir de la ocurrencia de la entrevista. Un recuerdo de la niñez que a mis seis décadas y seis años de vida no logro desentrañar si ocurrió o si fue producto de la imaginación o si acaso mera sugestión causada por las historias de miedo que inventábamos, de acuerdo a nuestro grado infantil para fantasear, en uno de los cuartos de la casa de la abuela materna que formaba parte de la ampliación en construcción. Éramos uno de mis primos, dos amigos y yo; rondábamos los seis o siete años de edad; serían las siete y media de la noche de un día caluroso de mayo cuando ingresamos a la obra para husmear entre un montículo de tablas, polines y paneles de madera, entre las latas metálicas en las que los albañiles acarreaban la arena, la grava, el agua, y la mezcla de cal y la revoltura de cemento; movíamos los royos de alambre y lanzábamos de un lado a otro los cuadros y rectángulos de alambrón con los que se forma el esqueleto de las trabes y los castillos; había clavos de diferentes tamaños regados en el piso y metíamos mano en una caja rectangular de madera que contenía herramientas, de la que sacamos el estuche en el que la cinta metálica del metro de medir se enrolla, el martillo, un pesado mazo de regular tamaño que apenas lográbamos sostener en nuestras frágiles manos, y un hilo enredado en un pedazo de madera que asemejaba la forma de un bolillo, con los que empezamos a jugar adoptando los papeles del maestro albañil y los chalanes, que sabíamos mi primo y yo, porque así los veíamos diario, es la manera en que se diferencian los trabajadores, que ya habían construido dos largos cuartos cuyas paredes estaban listas para ser repellados con yeso, así como los techos, que mostraban hileritas de bordes que se formaron por el escurrimiento de concreto entre las rendijas de las tablas a la hora del colado. Tras alrededor de 40 o 50 minutos en los que además intentamos y logramos incrustar en una tabla no recuerdo cuantos clavos cada quien sin machucarnos los dedos, encuclillados, sucios de tierra y cal los pantalones de las rodillas para abajo, así como los zapatos, decidimos sentarnos a contar historias de fantasmas y de miedo, para lo cual colocamos encima de la caja de herramientas un polín largo a modo de sube y baja, y mediante dos rondas del juego De Tín Marín, de Do Pingüe, Cúcara, Mácara títere fue, yo no fui, fue Teté, pégale, pégale, que ella fue, se decidió que nuestros amigos invitados se montaran cada uno en el extremo del madero y mi primo y yo nos sentamos en el fondo de unos botes que volteamos. Ya instalados dimos rienda suelta a la imaginación con la contadera de historias que iban de fantasmas y brujas, a dragones lanza fuego, duendes y figuras que veíamos en las caricaturas que pasaban en la televisión blanco y negro, que describíamos como espantosas porque distorsionábamos sus cuerpos, sus manos y dedos, la cara con ojos saltones, la boca chueca, con un tercer ojo en la frente, que asegurábamos aparecían en los rincones de nuestros curtos oscuros y salían de debajo de la cama o de atrás de la puerta. No había límite a la fantasía y la dejábamos volar. En momentos todos hablábamos a la vez, nos interrumpíamos y cada uno queríamos sobresalir con exageradas historias que acompañábamos con movimientos de brazos y manos, y gestos de la cara con los que intentábamos hacer una descripción gráfica de los personajes. En medio del vocerío, de repente, mi primo pidió con un grito: ¡Déjenme hablar! Los invitados y yo nos callamos. -Con voz pausada y queda dijo-: Es que el otro día, vi al Diablo. ¡Oooh! –Exclamamos-. En los rostros de los amigos vi el reflejó de la sorpresa. Yo me sobresalte y quedé con la boca abierta por haber escuchado mentar a quien dicen nuestras mamás se nos va a aparecer si seguimos portándonos mal y no obedecemos. En un reflejo, moví los hombros hacia arriba y la cabeza pareció sumirse, los brazos quedaron medio alzados con los dedos de las manos a medio cerrar, y pegados a las costillas los codos; los ojos los tenía abiertos más de lo normal. A excepción de mi primo, que ni sufría ni se acongojaba, pues se mantenía en estado calmo, los demás teníamos una expresión de estupefacción, más bien creo que de miedo. Nos quedamos mudos. Nadie decíamos nada. Los tres teníamos los ojos clavados en el rostro de mi primo. En medio de ese silencio, me di cuenta de que el efecto de turbación y angustia que nos produjo la palabra Diablo, en ese lugar, en ese momento de la noche y en medio de nuestra fantasiosa plática, era contrario a la reacción de burla e indiferencia que me causaba la advertencia de que el Diablo se aparece para asustar a los niños que son desobedientes con sus papás, que dicen groserías y mentiras, que no estudian y que son traviesos. Mi primo, seguía sereno y serio, imperturbable. Nos recorrió con la vista a los tres girando la cabeza de izquierda a derecha; con voz pausada, emulando a los contadores de cuentos, comenzó diciendo: El otro día, me fui a acostar antes que mis hermanos, y luego de que me dormí, me desperté y vi, aunque por la ventana casi no entraba la luz del foco del patio, una sombra en el cuarto, era la de alguien que no sé quién, pero no la de mi papá, esta era más grande. No me dio miedo. Estaba parado casi enfrente de la cama, pero a un lado, junto a la puerta, se reía quedito y se agarraba con una mano los pelos negros que tenía debajo de la boca, y su cara era roja, igual que el cuerpo, y se le veía una cola, como la de una rata, que se movía. No hablaba, solo se reía y enseñaba sus dientes. ¿Tú quién eres? -dijo mi primo que le preguntó cubriéndose con la cobija la mitad de la cara, dejando libres sus ojos-. ¡Habla!, ¿qué quieres?, ¿por qué entraste a mi cuarto? ¡Dime algo! ¡Ya deja de reírte! ¿Por qué estas pintado de rojo y tienes esos cuernos y esa cola?, ¿es un disfraz para una fiesta?, ¿eres el payaso? ¡Vete! ¡Si no te vas, voy a gritar! –recuerdo que nos contó, además, que su voz era tan queda, que le pareció que únicamente él la escuchaba-. ¿No lloraste? –Preguntó uno de nuestros amigos invitados, que sin esperar respuesta comenzó a contar: Es que dice mi tía Moni que el Diablo es malo, que está muy feo y que cuando se aparece espanta porque le brillan los ojos-. No me dio miedo, por eso no lloré –respondió mi primo-. ¿Y si te roba o te lleva para comerte? –Insistió el otro-. Me dijo que si me gustaban los dulces y los chicles y los algodones de azúcar y las paletas y los raspados de hielo y jugar a la guerra como soldados y apaches y los cochecitos y las canicas y mecerme en el columpio y la resbaladilla y los payasos. Yo le contesté que sí. Y él me dijo que si yo quería me llevaba al parque y que me compraría todo lo que quisiera y que me subiría al columpio, que ya no fuera a la escuela para no tener que estudiar y no ver a la maestra y a las niñas y niños que no me gustan y molestan, y no hacer tarea y pasar el día jugando. Y luego yo le dije que no, porque se enojan mis papás y entonces –ese entonces lo acompañó con la elevación de los brazos, mostrando las palmas de las manos y los dedos extendidos-, fue cuando el señor que estaba en mi cuarto se enojó y abrió la boca y sacó una lengua larga que movía de adentro para afuera y sus ojos echaban chispas de lumbre y levantaba el palo con tres picos que tenía en su mano. Lo primero que dijo fue yo soy el Diablo y no puedes decirme que no a nada. No hagas caso a tus papás. Pórtate mal. Hazlos enojar. Pégales a tus hermanos y a los niños más pequeños que tú. Si no me obedeces te voy a llevar conmigo muy lejos, te voy a echar al fuego para que te quemes y tu cuerpo se ponga rojo como el mío. Te quitaré tus juguetes, ya no iras al parque, ya no veras a tus hermanos ni amigos y tendrás que trabajar para que comas, para que te vistas, para que tengas una casa. Pero todo te lo puedo regalar si vienes conmigo. Entonces –siguió contando mi primo- le dije que no, no y no. ¡Vete! ¡Quiero a mi mamá! Papá aquí hay un monstruo que me quiere llevar. ¡Ven! Y agregó que empezó a llorar, y a gritar con miedo y desesperación. Que abrió los ojos tras sentir un rato en su cuerpo unos brazos calientitos que lo arropaban y que en ese momento se sintió contento al ver a su mamá y escuchar su voz que le decía, no pasa nada, ya estoy aquí, estabas soñando. Y le daba besos. Que eso pasó y que luego mi tía le dijo que el Diablo no existe. Tampoco las brujas y los fantasmas, que son dibujos y caricaturas de los cuentos que inventan para hacer historias de miedo. Cuando terminó mi primo, para no quedarse atrás, uno de los dos invitados -que he pasado por alto precisar eran hermanos-, comenzó a contar que hay muertos que se aparecen en la noche y andan recorriendo las casas sin que sus pies toquen el suelo y que lo que quieren es espantar a la gente, escondiéndose y jalando las cobijas de la cama. Que su prima, la grande, una vez cuando estaba acostada, sintió la mano del muerto y que por eso la llevaron a la Iglesia para que el padre le echara agua bendita. Y que otra vez escuchó a alguien decir que hay lugares en los pueblos de muy lejos en los que se ven sombras como de personas o animales con cuernos y alas que son negros y no les gusta la luz, que salen en la noche para buscar a la gente que es mala y que se emborracha y que dice malas palabras y que les pega a sus hijos y a su mamá. Y que quienes los llegan a ver, se pueden morir o que quedan como atontadas y con temblorina. Que los ojos se les ponen rojos rojos y que sacan espuma por la boca, igual que como los monstruos que llegan a ver. ¿Cómo ese que está allá arriba? –Interrumpió la voz quejumbrosa de mi primo, quien con el dedo índice de su mano derecha levantada y recta, como si fuera una flecha, señalaba hacia afuera del cuarto-. No recuerdo como fue la sensación que sentí al voltear y dirigir la vista hacia donde señalaba el dedo de mi primo, pero el sabor de la saliva que se acumuló en la boca y que tragué era amargo. Me pareció que tenía los pelos de punta y que un calor frió bajaba y subía de la cabeza a los pies. Quise gritar y no logre emitir sonido alguno. Sentí ganas de llorar pero mis ojos se mantuvieron secos. Estaba entumecido y el cuerpo no respondió al impulso de pararme. Lo que si me fue posible, fue orinarme, y de eso me di cuenta porque sentí el líquido que escurría por la entrepierna. Al trasponer con la vista el marco de la ventana, al que faltaba la estructura metálica, distinguí sobre la barda de casi tres metros de altura que dividía el patio de la casa de la abuela con el terreno contiguo, una figura negra negra que se diferenciaba del manto obscuro de la noche, que se encrestaba con las alas semiabiertas y dejaba al descubierto un rostro como el de una máscara no de algún animal que conociera pero sí con rasgos humanos, hocico o boca por la que salpicaba un líquido blancuzco, y sus ojos chispeantes de color rojo, eran los dos puntitos más llamativos de aquella figura que daba miedo y que después de quién sabe cuántos segundos, vi que se iba de espaldas hacia el otro lado de la barda. Todos lo vimos, no solamente yo. Y estoy convencido de ello, porque como resortes nos levantamos los cuatro y echamos a corres despavoridos fuera de los cuartos hacia el patio lanzando gritos de pánico. Dábamos zancadas de un lado a otro y llorábamos. Sorprendimos a nuestros familiares que sin saber lo que pasaba no atinaban qué hacer. Se alarmaron, y en su desesperación fueron tras de nosotros; al ser tomado yo por los brazos de uno de mis tíos, recibí dos o tres cachetadas y mi mamá me mojó la cabeza por la parte de la nuca con agua fría de la pileta, lo que me hizo volver en sí. Me sentía mareado, me dieron a oler alcohol y me sentaron en una silla. No supe cómo fue que calmaron a mi primo y a los hermanos, pero luego de que dejamos de llorar, comenzaron a preguntar. Les dijimos que estábamos jugando y que luego empezamos a contarnos historias de fantasmas para ver a quien le daba miedo, hasta que se apareció el Diablo allí, arriba de la barda. Al escucharnos, una de mis hermanas y mis primos mayores se empezaron a reír y burlándose dijeron que estábamos locos y nos llamaron mentirosos; los adultos nos explicaron que lo habíamos imaginado, que se trataba de algo así como un sueño, y nos recomendaron que lo olvidáramos. Que lo más importante –seguramente para ellos, porque para mí fue lo más lamentable- era que dejáramos de inventar y de contar historias de espanto ya que con ello hacemos que en nuestra imaginación de niños aparezcan figuras horripilantes. Los amigos, como consecuencia del suceso, dejaron de asistir a la casa bajo la estricta vigilancia de sus padres y la advertencia de ser castigados. Mi primo y yo, aunque tenemos presente ese pasaje como parte de nuestra vida infantil, nunca, sin saber por qué, hablamos de ello. Ahora, si me preguntan que si creo en la existencia del Diablo, la verdad, no sé qué responder. Hubo un momento en que me cuestioné sobre el motivo que me impulsa a tener un encuentro con el Diablo y sobre lo que espero obtener de él a través de la entrevista. Por supuesto que no el Pulitzer de periodismo. Quizá sea que busco satisfacer mi morbosidad sobre si hubo algo real en lo que vimos yo, mi primo y los dos hermanos amigos aquella noche o si fue una alucinación producto del ambiente fantasmagórico que habíamos creado con los cuentos que nos contamos. Y aunque tendría la oportunidad de preguntarle si se nos apareció, no sé si se lo hare. Lo que sí sé, es que creo tener la certeza de que lo que quisiera es que el Diablo ponga los puntos sobre las íes a través de sus dichos respecto a que si es cierto o falso que viviendo en el paraíso, lo que sea que eso sea, fue expulsado del mismo porque traicionó a Dios y como castigo fue condenado a vivir por siempre entre los mortales, como exhiben las religiones, por ejemplo, la católica o cristiana. Quiero aprovechar la entrevista para referirle historias que se han escrito sobre él y que he leído, para que exponga lo qué piense de ellas, pues me parece importante que se conozca su opinión. Por ejemplo, sobre eso de que en el judaísmo no hay un concepto esclarecedor acerca de su personificación, a eso de que el significado que el hebreo da a la palabra bíblica ha-Satán es la de “el adversario” o “el obstáculo” o “el perseguidor”, y a eso de que si el concepto de Diablo se tomó directamente del Libro de Job. Le haría saber que en ese relato ha-Satán no es un nombre propio, sino el título de un ángel subordinado a Yahveh; que en el judaísmo ha-Satán no hace mal, por el contrario, le indica a Yahveh las malas inclinaciones y acciones de la humanidad, y que en esencia, ha-Satán no tiene poder mientras que los humanos no hagan cosas malas y Dios no le dé permiso. Le mencionaría que se dice que el Libro de Job cuenta que después de que Yahveh señalara la piedad de Job, ha-Satán le pidió autorización para perseguirlo y probar su fe, que siendo un hombre justo es afligido con la pérdida de su familia, de sus propiedades, y más tarde, de su salud, más él sigue siendo fiel a Yahveh, y que como conclusión del libro, Dios aparece como un torbellino, explicándoles a los presentes que la justicia divina es inescrutable. Asimismo, que en la Torá, este perseguidor es mencionado varias veces. Una es en la que se presenta en el incidente del becerro de oro y en el que es el responsable de la inclinación al mal de todos los hombres, y otra, en la que él es también responsable de que los hebreos construyeran como ídolo el becerro de oro, mientras Moisés estaba en la cima del monte Sinaí recibiendo la Torá de parte de Yahveh. Y que los libros de Isaías, Job, Eclesiastés y Deoteronomio tienen pasajes en los que el dios Yahveh es mostrado como el creador del bien y del mal en el mundo. Po otra parte, que según el cristianismo, el Diablo, también conocido como Lucifer o Luzbel, es un ser sobrenatural maligno y tentador de los hombres, un demonio. Que en el Nuevo Testamento se le identifica con el Satán hebreo del libro de Job, con el Diablo del Evangelio de Mateo, con la serpiente del Génesis, y con el gran dragón del Apocalipsis, todos como un solo personaje. Que en Job el Diablo forma parte de los "hijos de Dios", denominación usada en el Antiguo Testamento para designar a los ángeles o emisarios divinos, entidades que tienen un origen pagano procedente de los cultos asirio-babilonios. Que sólo en los escritos judíos tardíos se confronta a Dios con Satán, pues se considera incapaz a la divinidad de producir los males humanos. Que en este sentido, hay teólogos que consideran una superstición la creencia en el Diablo como causante del mal, aunque cumpla una función. “El hombre ha inventado al Diablo para exculparse él”. Que en la fe Bahaí -religión monoteísta- no se cree que exista una entidad sobrehumana y malévola como el Diablo o Satanás. Sin embargo, estos términos aparecen en los escritos sagrados bahaís, donde se utilizan como metáforas de la naturaleza inferior del hombre. Que se considera que los seres humanos tienen libre albedrío y, por lo tanto, pueden volverse hacia Dios y desarrollar cualidades espirituales o alejarse de Dios y sumergirse en sus deseos egocéntricos. Que los individuos que siguen las tentaciones del ego y no desarrollan virtudes espirituales a menudo se describen en los escritos bahaís con la palabra satánico. Que los escritos bahaís también afirman que el Diablo es una metáfora del "yo insistente" o "yo inferior", que es una inclinación egoísta dentro de cada individuo. Y que se cuenta que aquellos que siguen su naturaleza inferior también son descritos como seguidores del "Maligno". ¿Pero, y si él ya sabe todo esto? ¿En qué papel voy a quedar? Me horrorizó pensar que como un idiota. ¡Y con toda razón! Me va a creer un engreído que osa competirle la exclusividad absoluta del engreimiento. Después pensé que otra cosa que también creo que busco, es que si al final consigo que el Diablo se sincere y hable largo y tendido, pero con las precisiones que necesariamente se requieren para lograr una buena entrevista, podría tener claro, de paso, porque los seres humanos vivimos con miedo a lo que desconocemos y a lo que no podemos darle una explicación lógica como: ¿Qué sigue a partir de que el cuerpo humano deja de existir? ¿Hay vida después de la muerte? ¿El destino de los bien portados y arrepentidos es el Cielo? ¿Es en el Infierno donde habremos de pagar las culpas por los males que ocasionamos en vida?
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Rafael CienfuegosRafael Cienfuegos Calderón cursó la carrera de Periodismo y Comunicación Colectiva en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM y se inició como reportero en 1978. Se ha desempeñado como tal en el periodismo escrito, principalmente, y ha incursionado en medios electrónicos (Canal Once Tv) y en noticieros de radio como colaborador. Archives
November 2024
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