El lugar que no es lo que aparenta ser Rafael Cienfuegos Calderón De entrada, he de decir que este es un tugurio distinto a todos los que he conocido. ¡Que mira que no son pocos! Mis años los he vivido muy bien. La verdad, me he divertido mucho. ¡Y vaya que si he conocido lugares! ¿Quieres saber por qué me parece distinto? Primero, porque tiene un toque de elegancia con su puerta de entrada de madera sólida, relieves tallados y vidrios bien pulidos: no la clásica cortina obscura de tela de tapicería. Segundo, porque al llegar te recibe una hostess de aspecto agradable y hasta elegante -bien peinada y maquillada, vestida con blusa blanca de manga larga que oculta unos atractivos senos, falda negra corta que permite admirar las piernas y zapatillas que la hacen más alta: no el clásico “garrotero” de traje negro, camisa blanca y corbata o un ridículo moño. Tercero, porque antes que nada ingresas a un pequeño lobby -adornado con dos espejos de cuerpo entero pegados a las paredes laterales y una mesa de pedestal colocada al centro y en cuya base hay un jarrón largo de talavera-, donde dos mujeres igualmente guapas -como la hostess-, son las encargadas de pasarte a báscula tras pedirte amablemente que levantes los brazos y abras las piernas para checar qué armas portas: no entras directamente al establecimiento ni padeces el manoseo de los “garroteros”. Cuarto, porque el salón luce adecuadamente decorado y con una luz interior de baja intensidad; no es lúgubre ni nebuloso. Quinto, porque huele bien: no a la desagradable combinación de humedad de alfombra vieja polvorienta y aromatizante. Sexto, porque su iluminación de luz cálida y tenue a lo largo y ancho del local le da cierto toque de intimidad; no hay luces que te encandilen ni focos que se prenden y apagan intermitentemente ni de luz roja. Séptimo, porque las mujeres que dan el toque visual a la clientela no son de aspecto vulgar, visten minifalda con blusas anudadas de las puntas en la parte baja de los senos para dejar libres las curvas de la cintura y el ombligo o vestido largo entallado con escote pronunciado y abertura al costado de una de las piernas que da a las que lo portan un aspecto cachondo: no medio encueradas o con bikini o short o ropajes extravagantes. Ocho, porque la música que suena es rock-pop, el volumen es adecuado, no molesta y el sonido está bien ecualizado: no cumbias o canciones nacas que por ser moda retumban en otros antros. Nueve, porque el que estén distribuidos a lo largo del local la barra, la pista de baile y la tarima donde se exhiben las bailarinas, y ser los espacios más iluminados, crea un ambiente de confort acorde con las mesas y los sillones color pistache, crema y negros: no como esos sitios donde hay mesitas a diestra y siniestra y todo el ambiente es confuso. Diez, porque en apariencia, parece que entre la concurrencia no hay nacos y, si los hay, estarán camuflados en sus trajes y vestimentas casuales: no como cuando al entrar a algún otro tugurio de inmediato te topas con una docena de ellos. Qué te parece mi decálogo Héctor. Muy sesudo. Me cae que sí. Te quemaste el coco para describir un lugar que no es lo que aparenta ser. Tus observaciones son acertadas. Pues éste no es un tugurio, aunque pareciera que sí. Este lugar es distinto, no obstante que en apariencia lo parezca por el hecho de que hay mujeres para bailar y beber, pero a diferencia de un tugurio, no se ejerce la prostitución. Aunque, he de decirte Héctor, lo que he referido de este lugar contradice la esencia del tugurio que se caracteriza por ser un cuchitril, un antro, una bohardilla de mala muerte, de mal aspecto e inseguro que se improvisa para dar cabida a prostitutas, padrotes, nacos, chavos y rucos, drogadictos, alcohólicos, lesbianas y gays, y también a quienes como tú y yo andan de calientes. Pero aun así, lo considero un tugurio. Dame ese gusto. Por consiguiente, este tugurio al que me trajiste, podría decir que es un tanto cuanto de lujo, sin llegarle a alguno como el Men’s Club, donde todo está muy acorde para agradar a la supuesta refinada clientela de lana que los visita y donde, mamonamente, más que por prestigio, se reservan el derecho de admisión. Aunque, seguro, igual asisten todo tipo de malandrines a cortejar, billetes en mano, a las damas de la vida galante que anuncian como provenientes de Europa, del gabacho o de Brasil, y que hacen bailes privados. El inconveniente que encuentro aquí, es que está aburrido. Falta ambiente a pesar de la hora que es, de que hay clientela y un bien número de damas. Espera –mencionó Héctor-. La noche es joven y falta que aparezca la estrella del lugar. Vas a ver qué mujer. No le falta nada. Medio madura de edad, pero guapa. Cabello castaño rizado, tez apiñonada, ojos claros trigueños, labios carnosos, como de uno setenta de alto. Unos senos, unas caderas y unas piernas que ¡nombre! Que cuerpazo. No exagero. Es de esas mujeres que te dejan con la boca abierta. Ella es la razón por la que soy asiduo a este que tú llamas tugurio. Y ¿qué? ¿Ya te la echaste al plato? ¡Nombre! Qué más quisiera. Solamente en sueños. Así es que te masturbas mentalmente con ella. Por la detallada descripción que hiciste pensé que ya habías tenido oportunidad de observarla con detenimiento, lo que se logra únicamente después del encuentro sexual. ¿Te hace falta billete? ¿Es muy cara? Creo que más bien es selectiva. ¿Qué, la invitaste a tomar una copa y te dijo que no o rechazó ir a la cama contigo, Héctor? No. No. No me ha dicho ni sí, ni no. Le he dicho que me gustaría que aceptara salir conmigo, pero su respuesta es siempre una sonrisa. No un sí ni un no. Pero sin falta, todos los jueves, siempre vengo a verla y la saludo y platicamos, aunque sea sólo un rato, por su trabajo, ya sabes. ¿Entonces? Mira –me dijo-. Se sabe entre las chicas, los meseros y los bartenders, que no acepta invitaciones de cualquiera. Aquí vienen, dicen, inversionistas, comerciantes y pequeños empresarios, hasta jugadores de futbol, que beben coñac o whisky y son conocidos porque dejan muy buenas propinas. De ellos sí acepta invitaciones y hasta se comenta, tiene encuentros privados fuera de aquí y que inclusive, sin que nadie lo pueda confirmar, acaban en sexo por la simple lógica de que quién va a gastar en una mujer que no acepta ir a la cama. Y tiene una característica, que nunca se va de aquí acompañada por nadie de quienes la cortejan. Es difícil saber si se acuesta con sus clientes, aunque si no fuera así, me pesa admitirlo –recalcó- no traería el Seat León último modelo que maneja ni viviría en un departamento de la Nápoles. No pues sí, Héctor. De eso no hay duda. ¡Imagínate! Si fuera maestra, menos. Así es que esto se ambienta hasta que llega ella. ¿Acaso es la reina de la fiesta? Aunque no lo creas, así parece ser. A su llegada llama la atención. Las miradas se depositan en ella y sus acompañantes, que regularmente son dos chicas, también de buen ver. Cómo las que están ahí enfrente, junto a la barra –pregunte-. Mejores –contestó Héctor-. Aunque, tienes que aceptar –me dijo-, aquí no hay mujeres feas. Te diré Héctor, si a éstas las vemos guapas y buenas, con haber tomado apenas dos copas, ¡imagínate! a la quinta, las vamos a ver mucho mejor que a la susodicha y, a ésta, mejor que la Diana Cazadora. Ambos reímos con entusiasmo. Antes de las 10 el local estaba lleno, apenas unas mesas vacías, y en la barra -cuyo espacio estaba bien iluminado- la chica y los dos chavos que la hacen de bartenders, andaban en chinga loca. Era un ir y venir, también, de los meseros. Algunas de las mujeres –jóvenes todas- que atienden a la clientela y aún no recibían invitación para sentarse en una mesa, recorrían el lugar y otras permanecían en algún lugar visible -como lo es todo el salón- moviéndose al ritmo de la rola de Prince que sonaba en las bocinas, a la que siguió la que grabaron a dúo Bowie (David) y Jagger (Mick), cuyo video se proyectaba en las pantallas y yo veía de reojo. De repente se oyó una voz decir en tono alto y jubiloso: ¡“Y llegó la gran puta”! Al instante, como un chispazo, llegó a mi mente la ves que leí, hace muchos años en una columna de la sección de cultura de un periódico de la capital, la misma frase: ¡“Y llegó la gran puta”! En ella se comentaba el error que se cometió en la crónica que publicó la gaceta o revista del Instituto Nacional de Bellas Artes, no recuerdo exactamente el tipo de publicación, sobre la llegada de la Primera Dama de México a un evento sociocultural, cuando corría el sexenio de 1976-1982. Error o mala leche -había la duda de que alguien le pudo haber metido mano al texto en momentos previos a la impresión-, el caso es que al titular de esa dependencia del gobierno federal le costó la chamba y, según se rumoró y especuló, una madriza de parte del hijo de la mujer ofendida, quien gozaba de total impunidad por ser vástago del presidente de la República. Héctor me sacó de mis cavilaciones. Con un aleteo de su brazo, que con el codo golpeó el mío, llamó mi atención para que viera hacia la puerta. Se oyeron cuchicheos y comentarios sobre los atributos físicos de la mujer que hacia su entrada al salón perfilando una amable sonrisa. No únicamente mis ojos y los de Héctor, sino los de muchos se clavaron en la figura femenina que con paso pausado caminaba hacia el interior del salón luciendo un vestido color vino de cuello redondo sin mangas, un collar de perlas falsas de diferente tamaño que iban de las más pequeñas que rodeaban el cuello debajo de la nuca, a las más grandes que se posaban sobre la curvatura de los senos. Su cabellera ensortijada color castaño que caía en sus hombros le daba un aire jovial y su sonrisa mostraba unos labios carnosos. A su paso ofrecía saludos con una leve inclinación de la cabeza que giraba a la izquierda, a la derecha o permanecía recta hacia el frente. Más de diez se levantaron para hacerle una caravana, saludarla de mano y ofrecer un gesto de cortesía, o invitarla a seguir adelante con un movimiento de mano, como le hacen los toreros. Entre el alboroto se escuchaba la voz de Madonna cantando Como una Virgen. Unos instantes después, la recién llegada y dos mujeres más jóvenes que ella, vestidas de chamarra corta y pantalones de cuero, ya ocupaban una mesa instalada entre la barra y la pista de baile, a la que seguía el tablado donde las bailarinas que lucían atrevidos bikinis, pelucas de colores verdes, morados y rubio, y zapatillas de plataforma, retorcían sus delgados cuerpos. He de decirte Héctor que no te equivocaste al describirla. A reserva de corroborarlo de cerca, parece que, en efecto, es una mujer muy guapa y de porte elegante, atributos por los que le rinden pleitesía. Y ella lo disfruta. Se sabe admirada y deseada por esos perros que se la comen con la mirada y que, como tú Héctor, hasta se masturban recordando su cuerpo. Te equivocas –replicó-. Yo no soy un libidinoso. Yo la admiro no únicamente por su belleza o por su cuerpo bien formado, que quisieran tener muchas mujeres, sino también porque cuando me acerco a saludarla es atenta, me regala una sonrisa y me da la mano, porque me pregunta cómo estoy y cómo me va, porque agradece mi cumplido cuando le digo que cada vez la veo más guapa y, porque, aunque de seguro sabe que me gusta, aunque yo no se lo he dicho, no me ignora. Es amable. Estás cabrón Hectorcito. Qué digo cabrón. Estás jodido Hectorcito. Güey, estás enamorado de ella. No sólo te gusta. Estás embelesado, encariñado, prendado, seducido, apendejado. Te das cuenta cuantos sinónimos utilicé para decirte lo que te pasa. Con razón no sales de este tugurio. No es tanto que sea un lugar agradable, sino que es donde está ella todas las noches. ¿Cada cuándo bienes? Todos los jueves. Y ¿desde cuándo? Desde hace más de un año. Unos cinco o seis meses después de que empezó a trabajar aquí, como las mayoría de las chavas, atendiendo a los clientes, fichando y bailando con ellos. Y haciéndoles bailes privados –inquirí- Aquí no hay eso. ¿Y a ti ya te atendió así? No. ¿Por qué no? Porque como ya nos conocíamos, de cuando era mesera en un restaurante-bar de la Zona Rosa, cuando me vio aquí se sorprendió, y aunque yo pedía que ella me atendiera, siempre se negó, enviaban a otra. A si es que ya la conocías. Sí. Y ¿cuánto tiempo hace de eso? Unos cuatro años. No chingues Héctor. O sea que desde que la conociste te gustó. Cambio de trabajo y la seguiste. Y ni antes ni ahora, mucho menos ahora, que sabe que le puede sacar mucho provecho económico a su cuerpo, dejará que la cortejes o aceptará ir a la cama contigo. No tanto por mantener ante ti una imagen de decencia o porque piense que no puede obtener de ti gran cosa. Más que nada, creo, porque sabe que estás enamorado de ella y porque te considera una buena persona. Porque no te quiere joder más de lo que estás. Ahora hasta psicólogo me resultaste. Me juzgas y me hablas como si supieras todo de todo. Si estoy enamorado o no, ese es mi problema. Si piensas que es una pendejada lo que hago, no me importa. Te insistí por mucho tiempo para que aceptaras acompañarme a este lugar porque está bien, hay buen ambiente, buena música y mujeres de buen ver, que es lo que a ti te gusta, y para que conocieras a Magdalena, que así se llama, pero no esperaba que me analizaras. Ya lo hiciste. No hay bronca. Nada más no sigas. Héctor mi intención fue hacerte un comentario de amigo. Hemos andado en muchos cotorreos, nos hemos corrido borracheras de antología, y pasado momentos a toda madre en cantinas, bares, tugurios, prostíbulos y cabarets, que lo menos que quise fue llamarte la atención sobre tu comportamiento. Te pido disculpas Héctor. Vamos a divertirnos. Llamemos a unas muchachonas. Yo no. Estoy bien. Tú jálate una. Y qué Héctor, ¿vas a estar como el chinito nomas mil ‘ando? Reí amistosamente y Héctor movió la cabeza negando, pero sin decir nada.
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Rafael CienfuegosRafael Cienfuegos Calderón cursó la carrera de Periodismo y Comunicación Colectiva en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM y se inició como reportero en 1978. Se ha desempeñado como tal en el periodismo escrito, principalmente, y ha incursionado en medios electrónicos (Canal Once Tv) y en noticieros de radio como colaborador. Archives
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