Más negro que la noche Rafael Cienfuegos Calderón Abrí los ojos y todo estaba obscuro. Mi primera reacción fue de sorpresa ante la ausencia total de luz. Según mi reloj biológico ya era de día o si acaso empezaba a amanecer, cuando menos habría una tenue claridad. Pero al contrario, lo que imperaba era obscuridad. Que digo obscuridad, todo estaba negro. El ambiente se encontraba cargado de una negrura espesa que impedía ver nada. ¿Qué pasa? Lo que sea me inquieta, me estremece y produce escalofrío desde la cabeza hasta la punta de los pies. Moví la cabeza de un lado a otro y con los ojos echados hasta el límite de los parpados, busqué, detrás de mí cabeza, el ventanal de la habitación, pero no lo vi no obstante que ocupa casi todo el muro. No había un solo asomo de luz. Anhelaba con desesperación ver los rayos del sol, sus colores en tonos amarillos y naranjas de las mañanas frías, pero brillantes, de los días de inverno, que traspasan los vidrios e iluminar el lugar. Pero todo era negrura. Era una obscuridad que nunca había percibido. A lo mucho, una más espesa que otra, en alguna noche o madrugada de los meses de lluvia, cuando se interrumpe la luz eléctrica, pero nunca una tan fuliginosa como esta, que impide toda visibilidad. Me empecé a sentir inquieto y nervioso, y el cuerpo me pareció tenerlo tenso. No sabía qué pensar en busca de una respuesta a la extraña situación en que me encontraba. En mi desesperación comencé a elucubrar. ¿Será que aún estoy dormido y sueño que desperté? ¿O que quizá en mi memoria está presente una de esas ocasiones en que estando en una sala antigua de cine, grande y de techos muy altos, cuando niño, desaparecían de la pantalla las imágenes de los cortos y durante el tiempo que tardaban en cambiar el carrete del proyector y colocar el correspondiente a la película, era imposible ver nada? ¿O alguna de las ocasiones en que alguien me tapó los ojos con la palma de las manos, aplicando fuerte presión, y se tardaba en decir, adivina quién soy? Lo más lógico es que sea lo primero. Sí. Un sueño de pesadilla. Y es que, aun cuando uno tiene los ojos cerrados, la obscuridad no llega a ser tan densa. Y de eso se llega uno a dar cuente, colocando la palma de la mano encima, lo que hace que la obscuridad sea mayor. Pero en estos momentos la negrura es tal que pareciera que estoy en una cueva, en un lugar sellado, sin fisuras que permitan cualquier filtración luminosa. Mi inquietud aumenta. Empiezo a sentir como me recorre un escalofrío el cuerpo. Primero calores y luego fríos repentinos, seguidos de un estremecimiento que hacen temblar mis manos. ¿Qué me está pasando? Ahora todo mi cuerpo vibra y mis dientes chocan los de abajo con los de arriba de manera frenética. Asustado, impulsivamente llevo ambas manos a la boca para taparla y presionar para mantener cerrada la mandíbula. A la vez, los latidos acelerados del corazón retumbaban en las sienes y me horroriza pensar que en cualquier momento la cabeza pueda estallarme. La situación es aterradora. Mi mente se precipita, al borde de la esquizofrenia, a una fantasmagórica irrealidad. La desesperación me extenúa y siento sofocación. Inesperadamente aparecen vértigos, como si estuviera dando vueltas en un obscuro túnel y cayera en un profundo pozo. Voy a desfallecer o quizá hasta vaya a morir. Emití un quejido seguido de un grito aterrador, que no escuche. Un gemido ahogo mi voz cuando intenté hablar para pedir ayuda y que alguien acudiera en mi auxilio y me rescatara de la siniestra situación en que me encuentro. Al silencio imperante, nada lo perturbó. No. No. No. No puede estar pasando. Necesito calmarme y controlar mis ánimos. Ya sé, me concentraré en algo que me aplaque. En el mar, el bosque, las mariposas, el ocaso. Evocaré la canción más amorosa que haya escuchado o la imagen de la chava que me flechó por primera vez. Rezaré o diré una oración, pero no sé. Pues lo que sea, pero algo tengo que hacer para librarme de la desesperación que me invade porque, la desesperación, recuerdo que leí que dice la sicología, no es posible controlarla como sí ocurre con el miedo. En eso estaba cuando me percaté de que la temblorina había pasado, que ya no sentía ni frio ni calor y mis manos ya no era necesario que embozaran mi boca. Ya está. Eso es todo. ¿Y, ahora, qué? Ya sé. Voy a hacer una retrospectiva de lo que hice en las horas previas a que me durmiera. Si es posible, de lo ocurrido desde la mañana de ayer en que me desperté y me levanté de la cama para iniciar mis actividades. Antes de dormirme me metí a la cama, acomodé las almohadas y doble la sábana, prendí el radio, pasé al baño a orinar y defecar, y lavarme los dientes y la cara, tomé leche caliente con chocolate y comí un pan de dulce, vi la televisión, fui a tomar unas cervezas y a leer, lavé los trastos, platos y utensilios, preparé lo que comí, trabajé en la computadora, medio hice la limpieza y lavé el patio, guise y almorcé, dejé la cama, aprecié el día soleado que se mostraba en el ventanal de mi recamara iluminada, abrí los ojos. Las horas anteriores transcurrieron de manera normal sin incidentes o preocupaciones. Inclusive me sentía relajado y de buen ánimo. Creo que los ojos se me cerraron a los 35 o 40 minutos después de que me acosté a eso de las 12 horas con 10 minutos, arrullado por la melodiosa I’m sorry, que sonaba en el radio. Y de ahí, hasta el momento en que abrí los ojos y me topé con esta negrura tan densa como nunca antes había percibido. ¿Y si hago el intento de dormir? ¿Podría ser que esté soñando despierto? ¿Qué tal que al despertar todo vuelve a la normalidad? Contemplaría los resplandecientes colores amarillos y anaranjados del sol que ilumina el día y con su calor combate al aire fresco de la época invernal, hasta hacer agradable y disfrutable el clima. Saldría de esta situación en la que insoportablemente me encuentro. En tanto, giro la cabeza a la derecha, a la izquierda, la dejó fija de frente y no logro ver nada, todo sigue igual. Sé que en la pared de la izquierda está colgado el cuadro del paisaje de campo, que frente a la cama están las puertas del closet y a su lado la de la recámara, que pegado a la otra pared, la de la derecha, está el tocador y que, a su costado pende de un clavo una pintura futurista que muestra el paisaje de la tierra devastada y en el espacio, la luna y más arriba, el poderoso astro sol, y que del techo cuelga la pantalla del foco en forma de globo. Estas son las imágenes que tengo grabadas en mi mente, pero mis ojos no ven nada. Nadita de nada. Me estremezco. Siento frio y calor otra vez. Presiento que estoy al borde de la desesperación y eso me aterra. Siento que nuevamente seré presa de temblores y que mi situación será peor porque estoy imposibilitado para hacer algo y evitarla. Ni siquiera estoy seguro de tener los ojos abiertos a causa de la negra obscuridad, y aunque no lo he intentado, no sé si el cuerpo responda al impulso de incorporarme, sentarme, bajar los pies y ponerme de pie. Mi voz la escucho en mi interior, pero los gritos que lanzo son sordos. Cómo saber si me encuentro despierto o si aún estoy dormido, si se trata de un sueño y que éste se transformó en pesadilla. ¿Soñando? ¡Claro! Si ya me ha ocurrido que al dormir sueño que me duermo y a la vez sueño que hago tal o cual cosa, que me pasa tal o cual cosa, que quiero correr y no puedo o lo hago en cámara lenta, que quiero golpear y los brazos no responden, que quiero hablar, llamar a alguien y no me sale la voz, pero nunca, que entre despierto y dormido y soñando, me encuentro en una completa obscuridad en la que la vida está ausente. Mi problema es no saber si mi situación se debe a un sueño dentro de otro sueño y cómo y en qué momento se va a acabar o a romper éste, sino de qué manera puedo salir de él. Pero, ¿de los sueños se sale o se deja de estar en ellos a voluntad? Porque uno no dice, hoy quiero soñar con florecitas o que estoy en la playa o que tengo un ligue con Sofía Vergara o que mi vida es un ensueño o que quiero presenciar un concierto de los Beatles o que estoy bien dotado y tengo sexo con una y con otra o que me veo volar como el superratón de las caricaturas de la infancia. Eso no es posible. Los sueños llegan y ya. Ellos nos escogen y colocan en una u otra situaciones. Juegan a su antojo con la mente, como con la mía, que hoy es su víctima y está indefensa. Se presentan otra vez los escalofríos y las sacudidas. A lo largo de la columna vertebral siento subir y bajar ese calor y frío combinados como un torrente que cala en la espalda, y me predispongo a padecer todos y cada uno de los síntomas anteriores. La desesperación es a lo que más temo. No sé si podré enfrentarla nuevamente porque me siento abatido mentalmente y me amedrenta pensar que al no lograrlo se arrojen en tropel el miedo, el sacudimiento del cuerpo, el tiritar de dientes, las punzadas en las sienes, los vaguidos y que, finalmente, me hagan perecer. Eso, si es que no estoy muerto ya en el sueño o fuera de él. Y ese pensamiento recurrente me aproxima como un rayo al desfallecimiento. Me incita al abandono de mente, cuerpo y alma, y me desesperanza en cuanto a que lo que estoy experimentando sea una mala jugada en un mal sueño, si es que es un sueño o de una pesadilla, si es que lo es. Ya sé. Voy a tratar de no pensar más en nada. Pondré la mente en blanco. ¿En blanco? Pero cómo, si soy de los que afirman que eso es imposible, aunque quienes practican yoga digan lo contrario. Mejor, voy a contar borreguitos hasta que el cansancio me venza y provoque tal modorra que me haga dormir profunda y placenteramente, y desvanezca la negra obscuridad de pesadilla en que me encuentro. El caso es que tengo la urgente necesidad de tener paz interior para confrontar la desesperación y el miedo que me acechan, estar sereno para no entrar en pánico y, finalmente, ver la luz que en estos momentos me es negada. Pero el problema es que no logro encontrar la tranquilidad deseada. No sé qué hacer. La negra obscuridad nubla mi mente. Me siento rendido y a punto del desfallecimiento. Cierro los ojos o creo hacerlo, pues a ciencia cierta no sé si los tengo abiertos. Me dejo envolver, me entrego a ese manto de obscuridad. Siento sopor, como que voy a decaer, como que floto y me dejo ir. Como que estoy en un estado de inconciencia. Como que no se de mí. Quisiera no tener que luchar contra la obscuridad. Quisiera no pensar ni creer ya nada. Quisiera no tener miedo. Quisiera no temer por mi vida. Quisiera no… Quisiera… Quisie…
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Rafael CienfuegosRafael Cienfuegos Calderón cursó la carrera de Periodismo y Comunicación Colectiva en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM y se inició como reportero en 1978. Se ha desempeñado como tal en el periodismo escrito, principalmente, y ha incursionado en medios electrónicos (Canal Once Tv) y en noticieros de radio como colaborador. Archives
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