APRENDIENDO A VIVIR Relatos Rafael Cienfuegos Calderón Él mencionó que tendría entre ocho y nueve años cuando por primera vez percibió ese aroma. Característico. Penetrante. Agradable. No se parecía a nada de lo que hasta ese momento conocía su olfato. Eso lo intrigo. ¿Qué será? El viento soplaba apenas: calmoso. Y fue posiblemente a causa de ello que lo recibió en su nariz por un buen rato. No lograba identificar de dónde provenía. De repente, con una leve ráfaga de aire le llegó otra oleada, un poco más intensa que la primera. ¿Qué es ese olor nada desagradable? Olfatearlo era un gusto. Era como si por el hecho de ser desconocido, resultara más atrayente; era algo por lo que respingaba la nariz, abría las fosas nasales y respiraba con más intensidad. Lo atrapó. Detuvo el andar y quedose inmóvil. Movió la cabeza a izquierda y derecha con el propósito de identificar alguna nubecilla de humo. Nada. En una y otra acera de la calle habían casas y terrenos baldíos, además de una construcción en obra negra en la que no habían puertas ni ventanas, sólo una reja hecha de tablas viejas en la parte de abajo que cubría lo que al parecer era la entrada principal. Prosiguió el camino para cumplir con la encomienda de comprar tres sobres de café Legal, un kilogramo de azúcar y pan de dulce para la cena, en su casa, con sus hermanas, hermanos y papás. Pero el tiempo de retraso era ya de varios minutos, que fueron los que dedicó a respirar ese olor no identificable y a tratar de ubicar de dónde provenía. La tienda y el expendió de pan eran vecinos, se ubicaban uno frente al otro en cada esquina de la larga calle; lugar de reunión de los jóvenes adolescentes del rumbo que por la tarde o noche gustaban de ver y piropear a las muchachas cuando pasaban caminando de regreso de la escuela o el trabajo, pues era paso de quienes bajaban del camión que recorría la avenida principal que distaba a dos calles. De vez en cuando, entre semana, cuando regresaba del turno vespertino de la primaria, los observaba. Fumaban y se hacían bromas de estúpidas a agresivas. Los oía mentarse la madre, decirse pinche o pendejo y carcajearse, hacer sombra en la pared con unos pasitos de baile y hasta echarse una meada pegada a la pared de la tienda, no mucho, pues podían mojarse los zapatos y las partes bajas del pantalón. Los viernes y sábados se reventaban. No les bastaba con consumir una y otra y otra cajetilla de cigarros, lo mismo que una y otra y otra caguama Carta Blanca, que junto con la Tácate de lata, era la cerveza de moda, la de mayor consumo. Además, escandalizaban y trataban de tortear a las chamacas, tanto a las que pasaban de frente como a las que iban a la tienda. Pero eso sí, siempre estaban ojo avizor, al tiro, por si llegaba alguna patrulla o la panel con policías abusivos que a punta de macanazos, patadas y amenazas verbales, es decir, a puro exceso de violencia, los subían a los vehículos acusados de faltas a la moral en la vía pública. Aunque, la verdad, eso no les preocupaba demasiado ya que con una multa sus papás o familiares los sacaban de la cárcel. Lo más que tenían que soportar de ellos era una cantaleta de regaños y unos cuantos cintarazos. También corrían el riesgo de ser sorprendidos por el golpe de un hermano o padre ofendidos por el agravio contra alguna de su familia, que ya se había quejado de esos malandrines. Para Él todo esto era de risa y no tenía la menor importancia. A su corta edad nunca paso por su mente pensar cómo sería cuando tuviera los mismos años de los chavos de la esquina. Una mañana de fin de semana salió de su casa para ir a la tintorería y se percató de la presencia de un camión de mudanza del que bajaban muebles y objetos diversos, entre ellos una bicicleta roja con manubrio y canastilla cromados, igual que las molduras a lo largo de las salpicaderas, llantas con línea blanca alrededor, y diablos en la rueda trasera, para un segundo pasajero de pie. La recibió un chiquillo, que al tiempo que esbozó una sonrisa, se montaba en ella. Es un presumido -pensó Él- . La envidia lo corroía. Esa era una hermosa bicicleta. Se le iban los ojos. Días después -casi una semana-, Él se sorprendió cuando el recién llegado lo saludo y llamó para que se acercara al frente de su casa. ¿Quieres ser mi amigo? -le preguntó-. No conozco a nadie y quiero salir a jugar. ¿Te deja salir tu mamá? ¿Tienes bicicleta? Apenado Él contestó: no tengo bicicleta y voy llegando de la escuela. Al poco rato salió a la calle y se encontró con Miguel -nombre del recién llegado-, quién con el paso del tiempo sería su mejor amigo. Inseparables y cómplices. Recorrían las calles a escapadas y desobedeciendo la orden de sus respectivas madres de no ir lejos. Lo hacían a prisa, lo más rápido que se podía pedalear la bicicleta, toda vez que las condiciones de la calle no eran buenas, llena de baches y polvorienta. Se turnaban para conducir la bicicleta por el tiempo que tardaban en llegar al lugar señalado para el cambio. Las calles de la colonia eran largas. Entre esquina y esquina distaban casi 250 metros. La casa de Él se ubicaba –vista la calle linealmente y de frente al oriente- unas ocho casas después de la esquina izquierda, y la de Miguel, tres casas antes de la esquina derecha. Pero a pesar de no ser vecinos, se saludaban en la mañana casi todos los días a señas, levantando los brazos y moviendo las manos de un lado a otro en el aire, parados a la mitad del arroyo. Como ambos iban en la tarde a la escuela, pero no a la misma, siempre buscaban la forma de encontrarse antes de llegar a sus respectivas casas. La bicicleta roja de molduras, manubrio y canastilla cromados, diablos en la llanta trasera, y sus tripulantes, se hicieron vistosos y conocidos entre las señoras y señores que a diario recorrían la zona. Tres niñas de la misma calle pidieron un día a Él y a Miguel, les dieran una vuelta. No, -dijo Miguel, al tiempo que hizo un ademán como de querer abrazar la estructura del vehículo-. Es mía –repuso-. Las niñas no dijeron nada y se fueron. Ellos se miraron y sonrieron. Pasaron unos días sin que Él y Miguel se vieran. Pero Él se sorprendió una tarde al percatarse de que Miguel paseaba, de pié en los diablos, a una de las tres niñas a las que había negado el paseo. Ven –lo llamó Miguel-. Ella es Flor y vive en la casa de la puerta gris. Desde ese momento, la bicicleta tuvo un fin más para Él y Miguel. Además de permitirles recorrer las calles y ser transporte para que Él llegara rápido a su casa –por el aventón de Miguel al regreso de un mandado para no tener que caminar-, sirvió para acercar a las niñas. Flor –por sobre las demás- fue la preferida. Peleaban Él y Miguel la conducción de la bicicleta para que ella se subiera. Como Flor aseguraba que le daba miedo caerse al pasar un bache por ir atrás de pie, en lugar de colocar sus manos en los hombros del conductor con los bazos medio estirados, enlazaba el cuello y se pegaba a la espalda, ya de Él, ya de Miguel, donde sentían un agradable calor. Así lo corroboraron con sus comentarios, que en el momento les causó rubor y risas nerviosas, pero no vergüenza. ¿Viste cómo se juntó a mí? Iba bien pegada a mi espalda. Sí. Conmigo fue igual y se sentía calientito. Eso es padre, o ¿no? -Repuso Miguel-. ¡Sí! Se siente bien, -respondió Él-. Ese fue el tema, el de sentir la cercanía de un cuerpo de mujer, aunque fuera aun de niña, que hizo que por vez primera hablaran confidentemente, lo que se volvió algo normal en su trato. Miguel le contó que ella le había dado un beso. No es cierto. ¡Mientes! No. Sí me lo dio, -insistió con tono severo Miguel-. Fue el domingo luego de que te fuiste con tus papas, en el coche, a la casa de tu abuelita. Le contó a Él que estuvieron jugando avión y luego ella le pidió que sacara la bicicleta; que anduvieron recorriendo la calle de punta a punta, hasta que Flor dijo que ya le dolían los pies por estar parada sobre los diablos e hizo que frenara; que detuvo la bicicleta y se impulsó hacia adelante para dejar el asiento y apoyar el pie derecho en el pedal y, después, estiró la pierna izquierda para poner firme el pie en el suelo; que por quererse bajar rápido, Flor tambaleo la bicicleta y casi se caían; que ella lo agarró fuerte del brazo izquierdo y cuando volteo, se acercó, y que lo besa. ¿En serio? No te creo. Él se resistía e insistía en que no era verdad, no porque estuviera seguro de que no paso, sino porque, por segunda ocasión, sintió envidia de Miguel. Después de un breve silencio Él peguntó ¿qué sentiste? Nada. Puso sus labios en los míos, y ya. ¿Va a ser tu novia? ¿Qué te pasa? A lo mejor le gustas, por eso te dio el beso. ¿Y si te pide que solo tú le des vueltas en la bicicleta, y ya no quiere que yo también se las de? Le digo que tú también. Si no, ya no. Después de éste acuerdo de amigos y más adelante cómplices, Flor acepto que uno y otro, a ratos, manejaran la bicicleta con ella montada atrás y apretada, juntada, pegada a sus espaldas. Los paseos bicicleteros empezaron a combinarse con el juego de las escondidas en el que participaban otras niñas y niños de la calle. Por casualidad, porque Flor quería o porque Él y Miguel lo propiciaban, casi siempre estaban los tres en el mismo lugar: la construcción en obra negra a la que entraban jalando las tablas mal clavadas que era remedo de puerta. De aquí sospechaba Él, salió el olor a mariguana cuando por primera vez lo aspiró. Un día de esos jugando el mismo juego y escondidos en el mismo sitio, Miguel le dio un beso a Flor y ella no dijo nada. Él los miro y acercándose también la beso. Otra vez ella no dijo nada. En la calle se oyó después de un rato el grito de una, dos tres por todos mis compañeros y tuvieron que salir del escondite para hacerse presentes. Flor dijo que ya no quería jugar y se fue. Los demás siguieron pero ninguna niña quiso correr con ellos a esconderse en la casa sin terminar. Ya sin necesidad de jugar a las escondidas la visita al interior de la casa en cuestión -cuartos de piso de tierra, fríos, de olor a humedad y orines, sucios de colillas de cigarro y cerillos quemados, corcholatas de cerveza y hasta de una caca humana seca en un rincón, poco iluminada por la leve luz natural que quedaba del día antes de que empezara a anochecer o por la que apenas entraba de las lámparas del alumbrado público- se hizo frecuente, lo mismo que los besos. Ella no los rehuía y Él y Miguel aprovechaban la ocasión. Pero del beso pasaron a acariciarle sus delgadas piernas. Ella trataba de agarrarles las manos para impedirlo, pero no podía, eran cuatro contra dos. Tampoco lograba decir nada, pues uno y otro la besaban mientras que las palmas sudorosas de sus manos recorrían de arriba abajo el cuerpecito de florecita -cara redonda, tez apiñonada, pelo corto negro y lacio, y ojos café obscuro-, cuya parte media estaba cubierta con unos calzoncitos blancos de holanes. Los tres –según Él- iniciaron así el despertar de su sexualidad. Sin morbo ni prejuicios ni malicia. De una forma inocente, limpia y pura. Empezaron a aprender de la vida. A percibir en sus cuerpos la sensación que provoca tocar un cuerpo distinto al suyo. Empezaron a sentir la atracción de los sexos opuestos, empezaron a conocer el efecto de un beso a labios cerrados, empezaron a dejar de ser niños a tan corta edad. Ese fue para Él -según comentó- uno de los primeros y más significativos aprendizajes de su vida. Lo mismo ocurrió dos o tres ocasiones más. Después, Flor sólo buscó a Miguel. Él fue poco a poco excluido, aunque Miguel siempre lo buscó como su mejor amigo que era. Paseaban en la bicicleta de nueva cuenta únicamente los dos. Flor ya no los acompañaba, pero, aunque no fue novia de Miguel, si tenían sus encuentros y permanecían cercanos. Unos meses después Flor cambió de amigos. Al parecer su mamá se enteró, por una señora chismosa, de que Él y Miguel se metían con su hija a la construcción en obra negra y, por eso, le exigió a Flor que ya no se juntara con ellos. La extrañaban y se conformaban con verla a distancia. A ambos les gustaba. Todo cambió, y más cuando su papá compro coche. Al viajar en el Chevrolet, Flor se sentía la divina garza –decían burlonamente los amigos-. No obstante, en los recuerdos de Él, ella siempre estaba presente. Un año después Miguel y Él se encontraban en el cuarto de la casa en construcción -que al parecer nunca terminarían- fumando su primer cigarro, de papel con sabor dulzón. Era la guarida, el lugar de las confidencias y el escondite de la cajetilla de cigarros Faros sin filtro que les costó 35 centavos y que envuelta en una bolsa de hule guardaban en un agujero hecho en el suelo, el cual cubrían con la misma tierra. No sabían fumar y se conformaban con jalar el humo y exhalarlo lo más rápido posible para evitar un acceso de tos. La cajetilla les gustaba: papel blando, portada de fondo blanco con letras gruesas color naranja y filo negro que formaban la palabra Faros. Mostraba impresos dos faros, una embarcación y un hombre de medio perfil vestido de traje y con sombrero.
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Rosa Pretelin
10/1/2018 11:59:34 am
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Rafael CienfuegosRafael Cienfuegos Calderón cursó la carrera de Periodismo y Comunicación Colectiva en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM y se inició como reportero en 1978. Se ha desempeñado como tal en el periodismo escrito, principalmente, y ha incursionado en medios electrónicos (Canal Once Tv) y en noticieros de radio como colaborador. Archives
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